Ante las crisis, la esperanza debe ser lo último que muere (CLICK LEER MÁS)

Wooldy Edson Louidor

Wooldy Edson Louidor: Ante las crisis, la esperanza debe ser lo último que muere

La Revista SIC, del Centro Gumilla, nos comparte la segunda, de la serie de entrevistas, en las que especialistas presentan puntos de vista para reflexionar en estos tiempos en casa.

A continuación, les presentamos la segunda de una serie de entrevistas realizadas desde la Revista SIC a especialistas de diferentes displinas con el fin de reflexionar sobre la condición humana en tres aspectos esenciales: la muerte, la libertad y Dios, en medio de la terrible pandemia que azota al mundo actual. Wooldy Edson Louidor es un filósofo haitiano y especialista en migraciones, profesor e investigador del Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá (Colombia). Actualmente se encuentra adelantando un doctorado en Filología en la Universidad de Leipzig (Alemania).

Una pandemia, nos pone cara a cara con la muerte. Por más «de gripe» que la queramos maquillar… C.S. Lewis nos aconsejaba que cuando llegase el final, dejásemos que este nos encuentre haciendo cosas sensibles y humanas (rezando, trabajando, enseñando, leyendo, escuchando música, bañando a los niños, jugando al tenis, conversando con los amigos y una cerveza en la mano), y no amontonados y muertos de miedo. Pero hoy, sin duda, estamos todos más en lo segundo que en lo primero ¿por qué?

Es posible que, ante el COVID-19, nuestro miedo más fuerte sea el miedo a la “posibilidad” de morir en cualquier momento, más que a la muerte misma. Es que estas últimas semanas, hemos sido abrumados por las estadísticas y proyecciones sobre el número de muertes que el COVID-19 ha provocado y podrá provocar a corto y mediano plazo. Los medios masivos han espectacularizado las muertes “masivas” en Italia, España y otros lugares: hemos visto a médicos y enfermeras, impotentes al no poder salvar unas vidas; familiares desesperados al no poder dar digna sepultura a sus seres queridos muertos. Además, estas muertes están ocurriendo –por ahora– en los lugares donde supuestamente la humanidad está más avanzada en términos de desarrollo tecnológico, científico, económico: Europa, Estados Unidos de América, etc. Tenemos serias razones para asustarnos ante la “posibilidad” cada vez más real de morir: ante nuestra condición mortal.

¿Qué hacer? Desgraciadamente, han estado resurgiendo monstruos. Por ejemplo, unos gobernantes que ven en la actual crisis una oportunidad para robar y enriquecer más a los bancos y las grandes empresas, en vez de invertir en salud para salvar vidas; dicho sea de paso, al parecer, la crisis se debe menos al COVID-19 en sí que a la precariedad e insuficiencia de los medios y recursos humanos y materiales sanitarios que tienen los países, incluso los más ricos, para hacerle frente. Otros gobernantes, a los que ni siquiera esta emergencia “sanitaria” les ha ablandado el corazón para que pensaran en su pueblo y en quienes son excluidos, marginalizados y, por lo tanto, más vulnerables. Todos los que actúan así son monstruos porque nos “muestran” las raíces de los males que aquejan nuestro mundo: el afán por el poder, la búsqueda desenfrenada del lucro y de la acumulación, la indiferencia ante el dolor ajeno, la soberbia. Raíces que están tanto en las estructuras más profundas de nuestro mundo (que algunos llaman “el sistema”), como en el corazón humano. Pareciera que el virus más mortal para la humanidad es la misma humanidad o, de manera más clara, aquellos que nos gobiernan, movidos por estas “cizañas” y no por el bien común. El COVID-19 nos lleva a mirar nuestro mundo, a hacernos preguntas, a analizar a fondo porqué estamos cómo estamos.

¿Qué podemos esperar? Ante las crisis, la esperanza debe ser lo último que muere. Yo esperaría estas tres cosas: 1) que, por fin, todos nos demos cuenta que nuestra humanidad es una en sus diferencias y frágil con todo y sus grandes logros, y que nos atrevamos a dar el paso hacia la solidaridad con aquellos que han sido víctimas del COVID-19 y también de tantos otros males en el mundo: el hambre, la injusticia, la opresión política, la falta de servicios básicos y de oportunidades, la indiferencia, la xenofobia, el racismo, la discriminación de género; 2) Que no nos dejemos vencer por el miedo a morir o a perder a los nuestros, para no caer en la lógica “el hombre es un lobo para el hombre”; 3) que, al contrario, saquemos lo mejor de nosotros no para sobrevivir solos y con nuestro “clan” –esto lo hacen incluso los animales–, sino para aprender a ser humanos, a convivir con el otro extraño pero tan humano y digno como nosotros, a preocuparnos por él, a cuidarlo.

Sólo si somos sensibles y humanos, lograremos hacer cosas sensibles y humanas. Nuestra humanidad pasa necesariamente por la del otro. Lo hemos olvidado, al parecer.

Pareciera que uno de los principales «enfermos» del COVID-19 es el Sistema de Libertades. El protocolo asumido por los países es el del confinamiento, la cuarentena general obligatoria, el sitio de las ciudades, prohibiciones, en fin… El  autoritarismo ante la crisis, como única forma de manejo de la situación ¿acaso no era posible mantener el Sistema de Libertades en pleno? ¿No somos capaces de ser obedientes y libres a la vez?

El autoritarismo ha estado siempre allí; pero, en Occidente lo hemos utilizado para estigmatizar a los otros, por ejemplo, a los “asiáticos”, las “comunidades indígenas”, las “tribus africanas” o los “rusos”. Es como si tratáramos de quitar la paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el nuestro. Los efectos concretos del autoritarismo, los vienen sufriendo a diario en el Mediterráneo, en Turquía y Grecia los migrantes y refugiados que buscan ingresar a Europa; o los que tratan de cruzar las fronteras centroamericanas y mexicanas para entrar a Estados Unidos de América. Con tal de salvaguardar sus fronteras, esos Estados no han temido violar los principios “sagrados” de los derechos humanos e incluso “dejar morir” –en el mar, el desierto, los ríos, los campos y en manos de bandas de crimen organizado– a estas personas que buscan salvar sus vidas huyendo de la violencia en sus tierras.

La gran pregunta es: ¿Libertad para quiénes? Por ejemplo, en el mundo de hoy la libertad de circulación es sólo para ciudadanos de países ricos y los que son favorecidos por la globalización. El principio de la universalidad de los derechos humanos fundamentales no es sino el privilegio de unos pocos, quienes los pueden disfrutar realmente. Privilegio que es funcional a los Estados, a las grandes empresas y a otras instituciones que están al servicio de poderosos intereses económicos en todas las escalas: local, nacional, regional y global.

Otra pregunta es: ¿Ser libres para qué? La crisis del COVID-19 deja claro que nuestra libertad está siempre condicionada por el Estado; el cual no pierde ni una posibilidad para quitárnosla. Y cuando tenemos miedo, se la damos nosotros mismos e incluso le ayudamos a vigilar y castigar a quienes no cumplen con sus órdenes. El miedo ha sido más fuerte en nosotros que nuestra libertad. Lo que demuestra que no sabemos ni ser libres ni para qué serlo.

Quisiera por último retomar aquel viejo y conocido “dilema de Epicuro”, ante todo este revuelo de pandemia. «O Dios no quiso o Dios no pudo evitar el mal en el mundo», en cualquiera de estas dos premisas, el ser humano se cuestiona al final la existencia de Dios, o al menos la existencia de un Dios bueno y todopoderoso, pero nosotros los creyentes insistimos en que Dios es Amor (Deus caritas est) ¿cómo nos mantenemos allí?

Nos podemos mantener en el amor, si y sólo si somos libres; en el caso contrario, somos presos del miedo y no se puede amar con o por miedo. Por eso, es tan importante que comprendamos que la libertad no es un regalo de los gobernantes y del Estado, sino la posibilidad intrínseca que tenemos para ser y llegar a ser humanos en cada momento de nuestras vidas. Si bien la libertad tiene que realizarse efectivamente en una comunidad, en la sociedad y en el Estado, para que se convierta en “fuerza ciudadana” capaz de hacer el cambio social y político; pero, ella no se agota allí. Necesitamos la libertad para no echar siempre la culpa de nuestros males a los otros –por ejemplo, a los migrantes o a Dios–, sino para comprender que tenemos la capacidad e incluso la responsabilidad de responder a dichos males. Tenemos la capacidad racional y el poder de intervenir para cambiar las cosas con nuestras acciones.

Una gran amenaza que yo veo es que, incluso superada la crisis del COVID-19, la gente siga desarrollando el sentido de supervivencia y no se haga preguntas sobre qué significa vivir como seres humanos, aprender a vivir con los otros, con la naturaleza, con el planeta y también para qué sirve su libertad. Seguramente, las preguntas sobre nuestra propia existencia humana y sobre la mejor manera de relacionarnos con nuestros prójimos desde la gratuidad, la solidaridad y la hermandad nos llevan más allá de nosotros mismos e incluso nos pueden conducir a Dios, porque en lo más hondo de nosotros y en lo más profundamente humano está lo divino.

Son tiempos para hacernos preguntas pertinentes, en vez de acomodarnos a respuestas simples, seguridades falsas, certezas ingenuas, ideologías ciegas y justificaciones pueriles.

Preguntemos, cuestionemos. No nos dejemos vencer por el miedo ante algo tan humano que el COVID-19 nos viene a recordar: nuestra condición mortal.

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