EDITORIAL
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (Conferencia de las Partes 26, COP26) concluyó en Glasgow el 12 de noviembre de 2021. Recordemos que esta conferencia se ha celebrado en el contexto del aldabonazo que nos ha dado un diminuto virus ARN, el de la covid-19. Este virus minúsculo ha paralizado literalmente el mundo entero durante ya casi dos años, y el fin no está todavía a la vista. Si bien hemos sido testigos de la “danza de la muerte” a nuestro alrededor, y las bulliciosas ciudades y las terminales aeroportuarias han enmudecido, hemos visto asimismo cómo la naturaleza cobraba vida.

Aunque de forma deliberada, con bastante ansiedad y miedo, nos hemos distanciado “socialmente” unos de otros, algunas personas han llevado a cabo una introspección y se han percatado de cuán alejados estábamos de la creación de Dios y de cuánto daño le hemos causado a la naturaleza. De repente, disfrutábamos escuchando a los pájaros gorjear; contemplando el límpido cielo azul y las estrellas, incluso en las ciudades; viendo las plantas y los árboles más verdes, no recubiertos ya de polvo y de contaminantes; oliendo y respirando el aire limpio; y sobre todo, sintiendo la interconexión e interdependencia de nuestras vidas y del conjunto de la creación.
Tras décadas de cacofonía, egoísmo, dominación y arrogancia tratando de sojuzgar a la creación y deleitándonos en la acumulación de riqueza y orgullo político a través de la guerra, la violencia, la injusticia y la desigualdad, nos hemos visto expuestos a nuestro falso sentido de superioridad sobre la obra de Dios y su pueblo vulnerable. El invisible virus nos ha hecho comprender que no somos más que personas frágiles y vulnerables, no seres omnipotentes. Hemos aprendido que, en realidad, somos totalmente dependientes de Dios y de su creación, y el inmenso intelecto del que disfrutamos en comparación con todos los demás seres vivos es un don gratuito del Creador. El virus nos ha hecho cobrar conciencia de que, cuanto más abusemos de la naturaleza, tanto mayor será su deletéreo efecto en nosotros. Como afirma el Papa Francisco: “Los hombres perdonan a veces; la naturaleza, nunca”. De ahí que sea responsabilidad nuestra hacer una pausa, reconocer nuestros fracasos y aprender a cuidar de la Casa Común, con conciencia de profundo respeto y reverencia.

Confío en que los 120 líderes mundiales que se reunieron en Glasgow los días 1 y 2 de noviembre para dar el pistoletazo de salida a una década de acelerada acción por el clima hayan caído en la cuenta de que, a diferencia de otras COP anteriores, no podemos seguir actuando como si nada hubiera cambiado, con abundancia de vacías promesas y elocuentes discursos. Ha llegado el momento de dejar de hacer falsas promesas por razones políticas y de empezar a actuar “juntos”.
En efecto, es hora de ACTUAR JUNTOS con profunda esperanza, asumiendo la responsabilidad colectiva por los errores cometidos. Sin embargo, no descarguemos la responsabilidad en los políticos. Asumamos todos, responsabilidad como ciudadanos de la Casa Común que hemos sido partícipes de nuestros fracasos humanos. Reivindiquemos nuestros derechos y busquemos la justicia. Reflexionemos, discernamos, planifiquemos y hagamos incidencia política conjuntamente con los vulnerables, aun cuando ello conlleve sacrificios.

Laudato si’ (§ 27-31) explica acertadamente la crisis del agua, en especial por lo que atañe a la calidad del agua disponible para los pobres, la contaminación producida por la minería, las actividades industriales y los residuos vertidos en corrientes de agua, la privatización y mercantilización del agua, etc., que resultan en muertes y en la propagación de enfermedades relacionadas con el agua, así como en la destrucción de múltiples especies y microcosmos sobre el planeta.
La encíclica acentúa además que “el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas y, por lo tanto, es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos” (LS §30). Y prosigue diciendo que “los impactos ambientales podrían afectar a miles de millones de personas, pero es previsible que el control del agua por parte de grandes empresas mundiales se convierta en una de las principales fuentes de conflictos de este siglo” (§ 31).

El P. Arturo Sosa SJ, nuestro Superior General, preguntado en su reciente libro En camino con Ignacio por “el aspecto de la crisis ecológica que más le preocupa”, respondió sin dudar: “El agua. Pienso que este es el problema más serio al que nos enfrentamos en la actualidad, aunque se hable poco de él”. En otro lugar afirma que: “el punto de partida para alcanzar la ecología integral es la búsqueda de la justicia social y la promoción de la dignidad humana… Lo que nos resulta más escandaloso es la pobreza y las injusticias estructurales que la causan, asociadas necesariamente al desequilibrio ecológico”.
Me gustaría terminar con unas palabras que el amerindio Jack D. Forbes pronunció hace unos años:
“Puedo perder las manos y seguir viviendo. Puedo perder las piernas y seguir viviendo. Puedo perder la vista y seguir viviendo. Pero si pierdo el aire, muero. Si pierdo el sol, muero. Si pierdo la Tierra, muero. Si pierdo el agua, muero. Si pierdo las plantas y los animales, muero. Todas estas cosas son parte de mí en mayor medida que eso que llamo mi cuerpo, son más esenciales que él para cada respiración mía. ¿Cuál es mi verdadero cuerpo?”

Reconozcamos humildemente que el agua es vida. Si no hay agua, no hay vida. Así pues, hagamos de las palabras: “Tuve sed y me disteis [agua potable] de beber” (Mt 25,35), parte de nuestra realidad.
Xavier Jeyaraj SJ
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