Por los niños que sufren
“Recemos para que los niños que sufren, los que viven en las calles, las víctimas de las guerras y los huérfanos, puedan acceder a la educación y redescubrir el afecto de una familia”.
Numerosos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! No descarguemos sobre los niños nuestras culpas, ¡por favor! Los niños nunca son «un error». Su hambre no es un error, como no lo es su pobreza, su fragilidad, su abandono —tantos niños abandonados en las calles; y no lo es tampoco su ignorancia o su incapacidad—; son tantos los niños que no saben lo que es una escuela. Si acaso, estos son motivos para amarlos más, con mayor generosidad.

¿Qué hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de los adultos?
Quienes tienen la tarea de gobernar, de educar, pero diría todos los adultos, somos responsables de los niños y de hacer cada uno lo que puede para cambiar esta situación. Me refiero a la «pasión» de los niños. Cada niño marginado, abandonado, que vive en la calle mendigando y con todo tipo de expedientes, sin escuela, sin atenciones médicas, es un grito que se eleva a Dios y que acusa al sistema que nosotros adultos hemos construido. Y, lamentablemente, estos niños son presa de los delincuentes, que los explotan para vergonzosos tráficos o comercios, o adiestrándolos para la guerra y la violencia.

Pero también en los países así llamados ricos muchos niños viven dramas que los marcan de modo significativo, a causa de la crisis de la familia, de los vacíos educativos y de condiciones de vida a veces inhumanas. En cada caso son infancias violadas en el cuerpo y en el alma. ¡Pero a ninguno de estos niños los olvida el Padre que está en los cielos! ¡Ninguna de sus lágrimas se pierde! Como tampoco se pierde nuestra responsabilidad, la responsabilidad social de las personas, de cada uno de nosotros, y de los países.
Cuando se trata de los niños, en todo caso, no se deberían oír esas fórmulas de defensa legal profesionales, como: «después de todo, nosotros no somos una entidad de beneficencia»; o también: «en su privacidad, cada uno es libre de hacer lo que quiere»; o incluso: «lo sentimos, no podemos hacer nada». Estas palabras no sirven cuando se trata de los niños.

Con demasiada frecuencia caen sobre los niños las consecuencias de vidas desgastadas por un trabajo precario y mal pagado, por horarios insostenibles, por transportes ineficientes… Pero los niños pagan también el precio de uniones inmaduras y de separaciones irresponsables: ellos son las primeras víctimas, sufren los resultados de la cultura de los derechos subjetivos agudizados, y se convierten luego en los hijos más precoces. A menudo absorben violencias que no son capaces de «digerir», y ante los ojos de los grandes se ven obligados a acostumbrarse a la degradación.

También en esta época nuestra, como en el pasado, la Iglesia pone su maternidad al servicio de los niños y de sus familias. A los padres y a los hijos de este mundo nuestro les da la bendición de Dios, la ternura maternal, la reprensión firme y la condena determinada.
Con los niños no se juega. Pensad lo que sería una sociedad que decidiese, una vez por todas, establecer este principio: «Es verdad que no somos perfectos y que cometemos muchos errores. Pero cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres». ¡Qué bella sería una sociedad así! Digo que a esta sociedad mucho se le perdonaría de sus innumerables errores. Mucho, de verdad.
COMENTARIO PASTORAL
P. Fco. Javier Duplá s.j.
Jesús les dijo a sus apóstoles: Si no se hacen como niños no entrarán en el reino de los cielos (Lc 18,17). ¿Y qué tienen los niños que merecen tal alabanza de Jesucristo? Los niños son inocentes, confiados en los demás, amorosos, obedientes. Solamente se corrompen cuando los adultos les dan mal ejemplo. Pero en una familia unida y amorosa, en una institución educativa que comunica valores, van creciendo como hijos de Dios que entienden muy bien lo que Dios quiere de ellos. Una sociedad en la que abundan los niños educados así es la mejor garantía para la solución de los problemas que nos aquejan: desigualdad y pobreza de las mayorías, guerras, tráfico de armas y de drogas, amenaza de destrucción nuclear.

El papa Francisco describe la triste situación de muchos niños en el mundo:
“Cada niño marginado, abandonado, que vive en la calle mendigando y con todo tipo de expedientes, sin escuela, sin atenciones médicas, es un grito que se eleva a Dios y que acusa al sistema que nosotros adultos hemos construido. Y, lamentablemente, estos niños son presa de los delincuentes, que los explotan para vergonzosos tráficos o comercios, o adiestrándolos para la guerra y la violencia.” Abusar de los niños abandonados es el peor crimen que se puede cometer, porque lleva al niño a desconfiar de todos, a dejar crecer la venganza y el odio en su corazón, a repetir en otros lo que hicieron con él.

Jesús creció como niño en una familia maravillosa: José, su padre adoptivo, y María, la Virgen Madre, que le enseñaron a trabajar y a ayudar a los demás. Por eso la intención de este mes pide que recemos por los niños, pero además por sus progenitores, para que entiendan que su ejemplo de fe y amor hará a sus hijos felices y ayudará a construir la sociedad que quiere Dios para nosotros y que todos deseamos.


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